Gregorio

Todo está bien.
Todo está bien.
Se repetía una y otra vez.
El automóvil se alejó dejándolo solo.
Ahí estaba, de pie, haciéndole frente. Sus paredes grisáceas y carcomidas aún resistían el embate del viento.
Sentía su mirada a través de las sucias ventanas como si le reclamara, como si le echara en cara tanto tiempo sin verlo. Las flores que escondían la puerta principal ahora solo mostraban sus tallos secos, muertos y gruesos.
La abrió y al entrar recordó aquello que tanto luchó por olvidar.
Aquella anciana que se mecía en su silla de descanso mientras tejía incansablemente. Mamá siempre le ordenaba que la besara.
El pánico lo hacía llorar.
Al besarla observó detrás de ella, escondido entre las sombras, el rostro de un hombre sin ojos con sus cuencas vacías y ensangrentadas que le sonreía.
Subió las escaleras. No vio a esos niños sin brazos que corrían por la casa y desaparecían al tocar el muro de la cocina, ni al perro destrozado que se arrastraba hacía él siguiéndolo en toda la casa y obligándolo a salir al jardín. Cuando intentaba explicarle a su padre lo de los niños, el perro y el rostro, un nudo en la garganta lo acallaba.
Todo seguía en su sitio, olvidado y polvoriento. Había valido la pena tanto dinero invertido en medicinas y doctores para detener las visiones, sus ruidos, sus voces.
La anciana, recostada sobre una enorme cama, sonrió al verlo mostrando sus encías sin dientes.
—Hola abuela. Lamento no visitarte antes pero tú sabes, la escuela y ahora el trabajo…
—No te disculpes Gregorio— la anciana estiró su brazo alcanzando la mano del joven—. Conozco tus verdaderos sentimientos. Ambos sabemos la razón.
—¿Las visiones? ¿Los horribles rostros que se asomaban de cada rincón de tu recamara? ¿Los lamentos que escuchaba en las noches y las conversaciones que parecía que salían de las grietas del suelo?
Las voces se escucharon, murmurando entre las cortinas de la habitación. Algo pequeño y con cuernos se asomó por un lado de la cama escondiéndose nuevamente.
—No tengas miedo hijo —la abuela apretó su mano—. Es un don. Lo que tú y yo tenemos es un don que no debemos rechazar. 
—¿Tú… los escuchas y los ves?
—Sí, igual que tú. Desde pequeña los he visto y ellos se dan cuenta de que tu mirada no está velada como la mayoría. Tus ojos ven más allá y tu mente capta lo que otros no pueden.
—¿Y si no quiero verlos ni oírlos?
—No podrás evitarlo. No de la forma como lo has hecho hasta ahora —la anciana abrió un cajón del buró y le mostró varias cajas de medicinas—. Esto solo las calma. Te hacer creer que son sueños, pesadillas pero sabes la verdad.
—¿Y qué debo hacer? ¿Encontrar tesoros para los rancheros? ¿Decirles a las personas por qué los asustan?
—Esas son leyendas urbanas hijo. No puedo explicártelo… es difícil de entender hasta que tú mismo lo experimentes —tosió con fuerza y bebió de un vaso con agua—. Necesito descansar. El padre Camilo te espera abajo, necesita de tu ayuda, no se la niegues.
La anciana cerró los ojos. Las sombras se agitaron entre las cortinas y detrás de los muebles. La cosa con cuernos salió debajo de la cama y se sentó entre las cobijas.
Retrocedió unos pasos, temeroso.
De piel verde y grandes ojos amarillos lo miraba fijamente. Cuernos largos como de chivo brotaban de su frente y sujetaba vacilante unas piedras negras en sus manitas.
“Es un placer conocer a aquel que se quedará en el lugar de Marta, la bruja de la sierra”. Escuchó en el interior de su mente. Sorprendido controló su miedo.
“No me quedaré en ningún lugar ni soy ningún brujo” pensó de inmediato.
“Aprendes rápido, serás muy bueno. No me digas nada”. El enano se escurrió entre las sabanas desapareciendo en las sombras. “Primero ayuda al sacerdote, ve con él. Ya después me dirás si no quieres este don”.
El cuarto quedó en calma. Bajó las escaleras y salió de ahí.
—¿Gregorio?
Se sobresaltó al escuchar su nombre. Un joven sacerdote vestido con su sotana negra y pulcra esperaba frente a la puerta principal.
—¿Quién me busca?
—Soy el Padre Camilo, de la parroquia de la Santa Trinidad. Necesito su ayuda.
—¿No es un poco extraño que un sacerdote acuda a un pagano que puede ver espíritus y demonios? ¿Por qué no le pide ayuda a su Dios?
—Claro que lo he hecho —el sacerdote se acercó a él—. He rezado noches y días enteros… es seguro que Dios tiene trabajo importante en otros lados. Necesito tu ayuda.
Gregorio observó la desesperación en la mirada del sacerdote. No, más bien angustia, miedo, terror.
—Iré con usted padre, aunque no tengo idea de qué hacer y cómo hacerlo.
—Eso mismo dijo su abuela —el sacerdote sonrió y abrió la puerta del automóvil que esperaba—, pero también dijo que usted sabría exactamente lo que tenía qué hacer.
Durante el trayecto, que duro poco más de treinta minutos, el sacerdote explicó el problema a Gregorio. Era en un convento, el convento de las Capulinas. Los sacerdotes, los vigilantes, nadie podía dormir. Sombras acechaban en cada esquina del convento. Demonios, decía él, diablos. Espíritus errantes salían cada noche para asustar a aquellos que descansaban en las habitaciones del convento. Las bellas flores que alegraban los jardines ahora estaban marchitas y los árboles morían lentamente.
El automóvil se detuvo frente a la entrada. Dos grandes portones se abrieron mostrando una gran extensión de jardín con fuentes de mármol y estatuas de piedra.
—Lo peor ocurrió en estos días —continuó el sacerdote—. Sabíamos que teníamos plaga de ratas. Siempre ha sido así y nunca fue preocupante. Un día todas ellas estaban muertas, cubriendo por completo el piso de la cocina. Encontramos otras tantas esparcidas en los jardines, en los cuartos y en las celdas de oración. Después siguieron los gatos, los perros, y las dos vacas que nos daban leche y los diez borregos que criábamos en la parte de atrás.
—¿Muertos?
—Todos los animales del convento.
Cuando bajaron del auto el sol comenzó a ocultarse. Varios sacerdotes, temerosos y apresurados, encendieron las luces de los jardines.
Entraron por una pequeña puerta seguida de un largo pasillo que terminaba en una oficina cálida tapizada de antiguos libros. Un hombre anciano, vestido de sotana roja les esperaba.
—Soy el padre Baldano, encargado de cuidar y proteger a este convento.
—Hola Padre, soy Gregorio y espero ayudarlos.
—¿Has visto algo? —preguntó el anciano levantándose de una sencilla silla —. ¿Has sentido la presencia del maligno?
—No padre. No he visto nada ni he sentido algo diferente.
—No estoy de acuerdo con el Padre Camilo en solicitar tu ayuda—caminó hasta la puerta. Tres sacerdotes le esperaban —. En cuanto termines retírate. No quiero que este lugar santo sea maldito por tu culpa.
Salió dejándolos solos.
—Discúlpalo —mencionó en voz baja el sacerdote—. Está grande y …
—¿Personas comunes entraban al convento?
—Antes, sí. Tenemos la tumba que guarda los restos del sacerdote Pablo que falleció hace veinte años. Lo canonizaron y creen que hace milagros. Desde hace un par de años, cuando inicio lo peor de… lo que está pasando cerramos las puertas temiendo que algo pudiera ocurrirle a los visitantes.
—¿Puedo dar un recorrido? De todas formas la única manera de ayudarlos es decirles lo que veo. Quisiera terminar cuanto antes y retirarme.
—Claro, yo mismo lo llevaré.
Caminaron en pasillos angostos que conducían a los diferentes dormitorios de los sacerdotes y a las amplias bóvedas de oración cubiertas de mármol negro y blanco; en los extensos jardines, en las fuentes y entre las estatuas. Nada. Ni una sombra, ni una voz, nada.
Al fondo del convento, por la salida sur que llevaba al pueblo de San Miguel del Barrio, una pequeña iglesia levantaba una extraña sombra entre las luces de las casas del pueblo.
—Esa es la parroquia de la Santa Trinidad —indicó el sacerdote Camilo—. Ahí celebramos las misas para el pueblo y es el santuario de la tumba del padre Pablo.
—¿Podemos revisar la parroquia?
Sin decir palabra avanzaron hacia la pequeña puerta de madera de la iglesia. Los recibió la amplia bóveda donde se celebraban las misas, con paredes tapizadas de santos y vírgenes, bancos de madera bien alineados para los asistentes y cientos de velas encendidas en el ala derecha de la misma.
—¿Qué tienen en esa ala? —preguntó Gregorio caminando hacia ahí.
—Es la tumba del padre. ¡Les he dicho miles de veces que apaguen las velas porque pueden provocar un incendio!
Se adelantó apresurado hasta la pequeña habitación. Las luces tintineantes de las velas bailaban en las paredes y sobre la tumba del sacerdote, que descansaba sobre una plancha alta y una gran e imponente estatua de una virgen tallada en granito, de pie ante ella, tocaba con sus manos la tapa de la cripta.
—Este lugar estaba repleto de visitantes —continuó el padre Camilo mientras apagaba el fuego de las velas—, dicen que tenía poderes curativos el tocar la piedra de la tumba. Incluso, hace poco, alguien comentó que sucedían milagros si le tomabas una foto.
Gregorio sacó su celular de su pantalón, activó el flash y tomó la fotografía. El rostro pacífico y hermoso de la mujer se transformó en algo horrible. La piel se le erizó y escuchó los gritos de una mujer.
—¿Qué ocurre? —preguntó el sacerdote —. Estás pálido.
Levantó el celular y tomó otra foto, iluminando con el flash el rostro de la mujer. Presionó el botón varias veces, mostrando a la estatua moviéndose, luchando por salir de la tumba, estirando sus brazos para alcanzarlo. Gritaba, gruñía y mostraba sus colmillos, amenazante. La luz blanca del celular siguió parpadeando y la mujer salió de la tumba alcanzándolo. El teléfono cayó al suelo.
—¡Ve por el padre Baldano! —indicó Gregorio con sus manos temblorosas —. Solo, necesito que venga solo.
El sacerdote Camilo así lo hizo y en pocos minutos regresó con él.
—¡Padre Baldano! —Gregorio empujó con fuerza la piedra de la tumba moviéndola lentamente y abriendo un hueco en su interior —. Alguien le ha buscado por mucho tiempo.
—¿Qué dices? ¿Qué ocurre aquí? —preguntó sorprendido el anciano.
Algo oscuro salió de la tumba. Algo terrible que gritó al ver al sacerdote. Eso, arrancó al anciano de su lugar arrastrándolo hacia la oscuridad de la cripta. El sacerdote gritó, luchó, arañó el suelo de mármol sin lograr asirse.
Gregorio levantó la cobija y se la entregó al padre Camilo, quien sollozando rezaba temerosamente de rodillas ante la tumba.
—¡Listo Padre! Ya no tendrán problemas en el convento.
En el camino de regreso a casa se sintió satisfecho. Sí, satisfecho consigo mismo y con su don.
Cuando el espíritu de la mujer lo alcanzó supo la verdad. Ese patético anciano Baldano había cortejado a una mujer y al verse desfavorecido de sus atenciones la forzó. Usando su autoridad del convento y la parroquia localizó a aquel que recibía todo el cariño que él quería. Lo molieron a palos, lo llevaron ante él y lo encerraron en una de las antiguas celdas subterráneas del convento. Amenazó a la mujer con la vida de su amado y ella cedió. El anciano cumplió su parte, por un tiempo, porque cuando se hartó de ella los encerró a ambos dejándolos morir de inanición. Nadie lo culparía por ese crimen.
El padre Pablo fue el único que se enteró de lo ocurrido y cada noche les llevó alimento y agua. Los mantuvo vivos durante muchos años, hasta el momento de su muerte. A partir de ahí el sufrimiento comenzó para ellos. Sin agua, sin comida, entre ratas e insectos murieron lentamente. Sus espíritus quedaron atrapados en el interior del convento, esperando el momento de cobrar venganza.

No pudo evitarlo. Les entregó al sacerdote. Ahora sabía que descansaban en paz. 

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