Sin más respuesta que una mentira


Estaba allí sentado. Hacía unos minutos me estaban atendiendo en la ambulancia hasta que apareció el inspector. Este me había subido en el coche patrulla y me había dejado en aquella sala. Era un cuadrado perfecto, con una mesa en el centro y dos sillas colocadas a cada lado. Las paredes color crema brillaban por su falta de decoración.

Yo estaba ocupando una de las dos sillas, la que quedaba mirando de frente la puerta. Estaba acurrucado, débil y con la conciencia revuelta aún por sus palabras. No paraba de acariciarme la perilla cuando la puerta se abrió y con paso seguro entró él.

- Buenos días, soy el inspector Corbin. Usted es el señor Emilio Arturo Duarte de 37 años, no? – empezó el hombre que entraba por la puerta. Su pelo era oscuro, como sus ojos, y estos no dejaban entrever lo que pasaba por su mente. Era ancho de espaldas, de mediana edad y fuerte. Se notaba que le gustaba frecuentar el gimnasio. - Sí, así es. Milo para los amigos – dije con cierto tono sarcástico sentado detrás de la mesa. Ya no tenía fuerzas, estaba cansado, mareado y además... había el sentimiento de culpa. El inspector me miró fríamente con esos ojos vacíos. Continuó, haciendo caso omiso de mis comentarios:

- Bien. Dígame qué estaba haciendo en esa guardería.

Con sólo recordar el infierno que había pasado se me ponían los pelos de punta. No quería ni pensar en las caras de los pobres niños, los gritos, el calor... Y todo por querer... ¿Qué le podía explicar al inspector Corbin? ¿La verdad? Se reiría de mi, en el mejor de los casos; o me ingresaría en un centro psiquiátrico. Aunque si le dijera que era el responsable, acabaría entre rejas.

Bajé la vista, no sabía qué responder. Estaba demasiado confundido y la duda de la culpabilidad aún estaba presente en mi mente. ¿Le podía hablar de mi viaje hacia el Xibalbá? No, claro que no. ¿Acaso podía mencionar el nombre de Azazel? “¿Quién demonios es ese?” me preguntaría, y no iría tan desencaminado con el apelativo.

- Señor Duarte, ¿puede responder a la pregunta? – repitió en un tono impaciente.

Levanté la vista. Detrás de las gafas, sucias por el humo, había unos ojos que chillaban de dolor. Las caras de horror y los gritos. Eso es lo que veía y escuchaba en ese momento, amortiguado por el paso de unas horas.

- Por favor, conteste. Tengo muchos otros testigos que interrogar – me miró a los ojos. Respiró hondo para calmar el estrés y la agresividad que corrían por sus venas. – Señor Duarte, deberá responderme a estas preguntas. Es importante para poder esclarecer el caso. Si quiere, vuelvo dentro de unos minutos... Se toma un café, se refresca la cara... Pero cuando vuelva, tendrá que responder, entendido?

Asentí débilmente. Seguro que si pensaba que yo era como un cordero acobardado el interrogatorio sería breve y podría volver a casa para acabar con todo aquello.

El inspector me indicó como llegar hasta el lavabo. Una vez allí me cerré en uno de los cuartos. Me quité la camisa. Esta también estaba sucia por el humo y el sudor. Había algún agujero en los brazos, donde las llamas habían lamido mi piel.

Inspeccioné los brazos y vi que no era muy importante. Estaba claro que los descendientes del agua tenían protección extra contra el fuego.

Salí a refrescarme un poco la cara. Mientras me abrochaba la camisa, otro agente entró. Me miró extrañado y me preguntó por lo que tenía en el estómago. Eso era otra pregunta que no podía ser respondida con la verdad.

No le podía contar que había ido al pueblo costanero de Catemaco para visitar una bruja que tenía el favor de la diosa Tlacotzontli. No podía decir que esta, a cambio de su protección, me había ofrecido incienso en una mano. No le podía explicar que con unas ramas espinosas me había rasgado la piel del estómago para ofrecerle la sangre que brotara en sacrificio. No podía.

- ¿Esto? – pregunté divertido como si se tratara de simples rasguños. – Me lo hice el fin de semana. Es que siempre voy en bici, con mi esposa y mis tres hijos, al monte Nevado de Toluca. El pequeño, que aún no tiene un año, lo llevaba a mi espalda, – Sonreí al recordarlo. “Hasta aquí la verdad” pensé – pero se movió demasiado y perdí el equilibrio. Fuimos a parar a un arbusto espinoso. Por suerte para él, no la mía, me lo comí todo yo – y reí un poco señalándome la barriga.

El agente se rió conmigo. Se notaba que él también tenía críos y sabía qué era pasar un día en el campo con los pequeños de la casa. Me sentí afortunado. Si era capaz de contar así las mentiras al inspector, podría acabar con todo antes de lo que me pensaba.

Me aseé y volví a la sala de interrogatorios donde había estado minutos antes. Examiné mi aspecto en el espejo. Quería que quien me estuviera viendo en el otro lado se percatara que estaba tranquilo dentro de las circunstancias, que no tenía nada que ocultar.

El inspector entró cuando me dirigía a la silla.

- Bien señor Duarte. Veo que tiene mejor aspecto. ¿Puede decirme qué hacía en la guardería?

Las imágenes volvieron a mi otra vez. Sabía qué había pasado, quien era el causante... lo sabía todo. Pero era consciente de qué no le podía contar. Así que empecé mi relato.

- Mi hijo estaba en la guardería. Mi esposa me llamó en el trabajo para pedirme si podía ir a buscarlo. No hablamos mucho, tenía prisa. Me parece que la chica nueva que contrató en la oficina había borrado casi todos los datos y tenían que volver ha hacer el trabajo de una semana, ya sabe.

- ¿De qué trabaja usted y su mujer? – interrumpió con una pluma en la mano y una libreta abierta en la otra.

- Yo trabajo para una empresa americana de computadores. Mi mujer trabaja como administrativa.

- De acuerdo. Usted fue a la guardería porque la llamó su mujer. Prosiga, por favor – lo acompañó de un gesto con la mano.

- Bien. Llegué antes de la hora. No tenía tiempo que perder porque tenía una reunión a la hora de comer, así que entré antes de la hora y lo dejé a cargo de sus hermanos mayores en casa. Cuando volvía a trabajar, pasé por delante de la guardería y... – se me quebró la voz.

Había visto las llamas rojas y anaranjadas salir por las ventanas. El caos se había sembrado en el parque de delante. Las madres chillaban. Los niños estaban en las ventanas llorando, con la cara negra por el humo. Las cuidadoras intentaban romper los cristales o las puertas, que estaban atascadas. Eso era una trampa mortal para cualquiera que quisiera continuar viviendo.

Pero entre todas esas flamas lo vi. Era Azazel. Estaba allí. Seguramente él había empezado el fuego esperando quemar el pequeño. No tenía más remedio. Entré por una ventana rota. El agua me protegería del fuego, por alguna cosa era un descendiente de la criatura Ahuizolt.

Una vez allí sentí el caluroso abrazo del fuego y me asfixié con el humo. No era tan inmune como había pensado desde un principio. Eso parecía el infierno. Puede incluso que fuera la última casa de la que me habló Tlacotzontli para llegar hasta los dueños del Xibalbá. Mi viaje había empezado cuando era pequeño y me hablaron del secreto de la familia: proteger el mundo de los demonios, y eso sólo se conseguía bajando hasta el infierno y acabando con todo señor.

No veía nada, el humo era muy espeso. Sentí la gente corriendo a mi alrededor presas del pánico. Dos o tres niños chocaron contra mis piernas. Estaba claro que no podía perseguir Azazel sin antes hacer algo para salvar aquellas vidas. Así que cogí al cuarto niño que se estampó contra mis rodillas y lo llevé a la ventana, donde lo dejé caer. No me preocupé mucho por la delicadeza de mis movimientos, había muchos más esperando allí.

Empecé a bracear y coger toda cosa viva para sacarla de ese infierno. No podía. El humo estaba haciendo mella en mis pulmones, yo también había caído en la trampa. No quedaba más remedio que recurrir a la criatura... aunque estuviera rodeado de gente que pudiese ver lo que hacía.

Saqué el colgante con la forma de Ahuizotl: un perro con manos de mono y una larga cola acabada con otra mano. Contaba la leyenda que a veces se escondía para atrapar a la gente. Incluso lloraba como un niño para ahogar en las aguas los incautos que acudían a su llamada. El Ahuizotl del colgante cobró vida gracias a mi canto ahogado por el humo y los gritos. Le pedí que llorara para llamar la atención de los niños, así se acercarían a él y podría llevarlos a fuera.

El edificio estaba empezando a ceder a la fuerza del incendio. Eran pocos lo que quedaban dentro, pero suficientes. No podía abandonar, pero notaba como el cuerpo no estaba dispuesto a seguir mis locuras. Cerré los ojos, agudicé el oído y noté el terror y el dolor de todos. La adrenalina subió al máximo y me ayudó a entrar en la siguiente habitación, donde el calor era mayor. Allí estaba: Azazel.

Mientras Ahuizotl se encargaba de los niños y las maestras, yo podría plantar cara al demonio de ojos amarillos como el fuego. Sus pupilas reflejaban el cálido naranja de las paredes. Se giró al oírme y sonrió.

- ¿Un hijo del Ahuizotl ha venido a verme? Esperaba encontrar a tu hijo... pero veo que te has adelantado – dijo con una voz grave y divertida, aunque más amenazante que sus dos cuernos. Su piel brillaba a merced del baile de las llamas, era bello el espectáculo, a fin de cuentas era un hijo del fuego.

- ¿Por qué los atacas a ellos, Azazel? ¿No tienes suficiente conmigo? – la ira recorría cada parte de mi ser. ¿Hasta cuando iba a durar esta guerra?

- ¿Yo? Pero si me llamaste tú – me acusó con un dedo. Me miró a los ojos. Sentí el calor por dentro, abrasándome, pudiéndome convertir en cenizas. – Fuiste tú quien vino a buscar a los dueños de Xibalbá, fuiste tú quien acabó con mi hijo. Fuiste tú quien al cruzar las casas del río negro hizo que apareciera la última: la Casa del Calor donde sólo hay brasas y llamas. No lo olvides. Has sido tú – y con esas palabras se esfumó.

Era cierto que yo había cruzado y sobrevivido a todas las Casas del río negro para poder llegar a los dueños de Xibalbá y poder terminar la guerra de muchas generaciones tiñendo su palacio de sangre. Pero en ningún momento quise convocar ninguna casa en el mundo humano.

Miré al inspector. Le había contado la historia omitiendo Ahuizotl y los ojos amarillos de Azazel. Esa parte de la historia seguramente no la entendería.

- ... y así fue como después de recorrer las habitaciones y no ver a nadie más salí por la ventana y me estampé contra el suelo. Después un médico me miró y me dio oxígeno. Me miraron los brazos y usted apareció.

- Entiendo – me miró sin expresión alguna en su rostro. No podía decir si me había creído o no. Tampoco era una historia tan disparatada: alguien que quiere salvar la vida de los demás que están en apuros. Alguien que se las da de héroe. Tenía que creerme. Después de un silencio añadió: – Pero su hijo ya estaba a salvo. ¿Por qué entró?

No me había creído. O lo cuestionaba para comprobar la veracidad de mi relato. Me removí en la silla. No tenía otra justificación que Azazel, pero eso no la podía usar. Tendría que inventar alguna cosa...

- Esto. ¿Es confidencial todo lo que digo, verdad? – pregunté con timidez. El inspector sonrió, parecía que ese principio le gustaba. “Va a decir algo interesante” debía pensar. Así que asintió y me animó a proseguir. – Yo... no quiero que lo sepa nadie... es que me podría poner en un apuro, sabe... y... ya me entiende...

- En realidad no le entiendo – dijo perdiendo un poco la paciencia. – Aún no me ha dicho porqué entró...

- Bien... yo quiero mucho a mi mujer, pero... Verá, la cuidadora de mi hijo, Carmen, es muy... simpática... – ahora el inspector asentía con la cabeza. – Al verla en dentro sacando a los niños, con la cara congestionada por el dolor... yo... Bueno, por eso, por ella entré.

Ya está, mentira soltada. Era cierto que quería mucho a mi mujer, y por eso mismo nunca me miraría a otra.

- Bien, hemos terminado por hoy –dijo el inspector Corbin levantándose de la silla. – En todo caso, si queremos preguntarle alguna cosa más nos pondremos en contacto con usted. Gracias por su tiempo – y abrió la puerta invitándome a salir. Se giró hacia mi y pensándoselo un poco acabó por formular: – Algunos testigos han dicho que vieron... bueno, sé que es imposible, pero me entró curiosidad...

- Diga... – le insté a continuar.

- ¿Vio algún ser paranomal? – ahora sus ojos no mostraban la seguridad de antes. Cuando terminó la pregunta, se lo repensó y añadió: – Bueno, afirman haber visto como un demonio o duende el fuego, quien sabe. Incluso alguno de los niños aseguró que una especie de perro lo ayudó a cruzar la ventana.

Me sorprendió el comentario, pero intenté que no se notara en mi expresión. Sonreí y dije:

- Bueno, yo no vi nada. Tampoco podía ver mucho con el humo. Además, estaba todo el rato buscando a... bueno, ya sabe.

- Sí, sí, claro. Puede que sea una alucinación de las llamas. Aunque lo de los niños...

- Bueno, mi pequeñín siempre afirma ver fantasmas donde no están – dije aún con la sonrisa forzada en los labios.

– Creo que mira demasiado la tele, o por los cómics o los libros. Quien sabe.

Agradezco de todo corazón este relato a su autora: Irial, quien participó en un pequeño concurso de relatos cortos de fantasía en el mejor lugar, en Fantasía Épica.

Gracias Iri, y no me queda más que colocar tu relato para que otros se deleiten con tus palabras.



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