Relatos hiperbreves II

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Continuamos con los relatos:

Venganza

Me llamaron cinco meses después de aquello y me dijeron que le tenían. Me puse una blusa y una falda corta y metí en el bolso un cuchillo de cocina. Luego me dirigí a la comisaría.
A través de un cristal opaco me pidieron que identificara al que me violó. Eran tres tipos de mala catadura y vestidos cada uno con una camisa de un color diferente: roja, verde y azul. Señalé sin dudar al que iba de celeste.
―Ése es ―dije―. Los demás son inocentes.
Se llevaron al de azul y dejaron marcharse a los otros dos. Inmediatamente seguí al de la camisa roja hasta el portal de su casa, y cuando estaba introduciendo las llaves en la cerradura y de espaldas a mí, saqué el cuchillo de mi bolso y sonriendo se lo puse en el cuello y le susurré dulcemente al oído:
―¿Te acuerdas de mí?

Autor: Beidomon.

Somos

—¿Es amor?- le preguntó ella en un susurro.
—¿Amor? No sé... Somos tu y yo, nosotros —y entonces volvió a besarle.
Algunos dirán que demasiado ponto, pero allí están. Solo cruzaron esa puerta que esperaba ser abierta; hoy, quizá mañana, puede que nunca... Un deseo que no entienden y la incapacidad de concebir el mundo sin el otro. Dos manos que se juntan, dos escancias que se confunden, dos cuerpos que se funden... Solo dos jóvenes inocentes que hoy creen disponer de una eternidad que no les pertenece.

Autor: Deidek.

Guerra sin banderas

Era noche cerrada y el silencio aparecía únicamente quebrado por el ulular del viento, que arrastraba de vez en cuando los lánguidos aullidos de los coyotes.
Desde que la guerra empezase, apenas había dormido. Esperaba despertar con sus oídos retumbando a golpe de trompeta o casco de caballo y no teniendo otra opción que correr por su vida. Por su vida, y por la de su pequeño, que la miraba con ojos vidriosos mientras mamaba de un pecho orondo y blanquecino.
Sólo quedaban siete cabañas y unos veinte habitantes, la mayoría mujeres y ancianos. Los guerreros se habían llevado las armas y los caballos, así que no podían hacer otra cosa salvo esperar. Esperar que acabase la maldita contienda de una vez por todas.
De pronto, un sonido la alertó. Un sonido ajeno, metálico, discordante. Antes de que pudiese reaccionar, infinidad de pasos poblaron el reducido espacio que ocupaba el campamento, y vio con horror como su puerta cedía bajo la férrea bota de un soldado. Alguien avanzó mosquete en mano.
—Dispare, cadete.
—Pero señor, ¿cómo quiere que dispare? ¡Esto no son guerreros, apenas son unos inocentes campesinos!
Se oyó el chasquido del percutor, un fuerte estruendo y el rebote del casquillo. Sangre y pólvora hendieron el aire y el joven soldado cayó inerte.
—Si alguien más no está en disposición de cumplir órdenes, que lo diga ahora y me ahorre trabajo –nadie osó responder–. Bien, que no quede ni uno.
Dicho esto, abandonó la estancia.

Autor: Darkhan.

Sin inocencia en el mirar

El ruido del motor parecía no perturbar la quietud la noche; no obstante, lo apagó. Las luces del mismo ya habían sido apagadas para contemplar la luz de la oscuridad y de la luna. Ésta brillaba radiante, en un vano intento de pretender ser sol; pero sólo hay un sol, sólo una vida y demasiadas verdades...
El gusto del cañón del arma le inundaba la boca.
Sentía el aire entrar en sus pulmones y salir, demasiado rápido. Sentía como su corazón golpeaba contra su pecho, gritando que amaba la vida. Y sentía su odio a sí mismo, su asco a sí mismo, su incapacidad de hacer frente a la vida, su impotencia hacía el mundo y la imposibilidad de olvidar. Por el retrovisor reconoció aun aquellos ojos que antaño brillaban inocentes… Pero solo eran un recuerdo. Suspiró largamente. Pensó en gritar, pero no merecía el mundo ser alterado por él; si no hubiera…
Ni lo pensó. El ruido de la pistola alteró la noche, pero fue breve. Luego todo siguió como aún sigue.

Autor: Deidek.

Viernes

Los viernes los paso andando, inclinado hacia delante, a ver si así el fin de semana llega antes. En mi trabajo gustan de tocar los cojones a última hora, pero los inocentes ignoran mis recursos y tretas dilatorias.
La más célebre de ellas es, sin lugar a dudas, la llamada “hoja de Excel disuasoria”: llena de números y fórmulas, es la herramienta perfecta para parecer, en todo momento, atareado e inmerso en el trabajo. Lo más importante son los gráficos de quesito; con solo uno de ellos tu jefe, al verla, sin saber siquiera que se trata de una memez, terminará por considerarte una “machine worker”.
Uso una estrategia parecida después de una cena copiosa, cuando toca despejar la mesa y demás quehaceres. La táctica de “las manos ocupadas” consiste en coger dos vasos y empezar a dar vueltas en círculo con el ceño fruncido. Cualquiera que repare en tu persona sonreirá satisfecho al observar la laboriosidad humana.
Así que los domingos salgo a mi hora y empieza mi vida (entre semana entro en letargo). El fin de semana lo paso entre carcajadas, vinos añejos y miradas lascivas y, si ha habido suerte, todavía se arrastra los lunes en forma de legañas.
Vivo dormido, que no soñando, entre semana. Vivo con sueño, exultante, sábados y domingos. Quizás mi vida necesite un cambio, un momento de lucidez. Pero mientras tanto solo me queda que seguir andando, inclinado hacia delante, a ver si así el fin de semana llega antes.

Autor: Pafman

Tiempo pasado

Ayer entré en nuestra sala pero no estabas. Pese a todo todavía tenía la esperanza de encontrarte allí de pie, con tu pañuelo azul y riéndote de cualquier tontería. Pero me encontré sin nadie con quien reír ni con quien compartir el café hecho el día anterior. Ya no quedan sueños que inventar, juegos inocentes con los que enredar a los demás ni aventuras que emprender. Allí ya no hay nada.
No sin ti.
Aquella sala me pareció maldita, fría, triste, inmensa y fui incapaz de quedarme. Como un cobarde me di media vuelta y escapé corriendo. Cerré la puerta de un golpe y recordé lo que siempre recitabas como una letanía: “porque todo cambia, porque nada es como ha sido, porque nada es lo que será”.
Y me di cuenta de que mi tiempo allí, como el tuyo, había pasado.

Autor: Ditdiel.

Entrevista con el bambino

Me sudan las manos y pienso en culos, me aprieta la corbata.
—Hábleme de su experiencia.
El señor con bigote lleva las mangas de la camisa ligeramente asomadas a la americana, posee un escuálido escritorio y una parpadeante bombilla ensombrece sus ojeras a cada centellazo.
—Como verá acabo de terminar mis estudios, me los costeé trabajando en un salón de bodas.
No me gusta su cara, ni la que acaba de brindarme ni la que lucía antes.
—¿Y entonces que cree usted que puede ofrecer a nuestra empresa?
Esa es una buena pregunta, no me gustan los números, ni las oficinas, no me gusta ahorrar en carcajadas ni que mis inocentes ojos eviten mirarme cada mañana al espejo avergonzados. Se me va.
—Van dos amigos y uno de ellos dice: “¡Mira! ¡Una piedra preciosa!”; a lo que compañero responde: “¡pero que dices tio!¡si es un ladrillo! ¿Sabe que contesta el primero?
—¿Cómo? —me mira atónito, diríase escandalizado, no me gusta levantarme cada mañana para tener que ver a un hombre con bigote y sin sentido del humor.
—Mire, he cambiado de opinión, viviré de mis poesías y mascaré tabaco en alguna playa soleada.
Me levanto, satisfecho, aunque solo sea por no haberme rebajado al servilismo de las respuestas complacientes.
—¡Espere joven! ¡Un momento! Pero... ¿Que le contesta el amigo?
Me giro, sonriente, he aquí una lección de vida a cargo de un joven desvergonzado:
—“Bueno, pues a mi me gusta”.

Autor: Pafman.

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