Nieve y Mar – La Leyenda Maya de K’uh Capitulo V

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Poco recordaba del ataque a su aldea. Tal vez algunas sombras de gran tamaño que se escondían en la oscuridad pero como todo niño pensaba que eran simples pesadillas. Su padre, aquel hombre que la había aceptado como propia le explicó con el paso de los años la cruda realidad de esos terribles y extraños seres.

—¿Cómo son Ceyaotl? —preguntó la pequeña niña mientras su padre encendía la fogata.

—Son seres horribles. Su forma física se la da su propio corazón marchito, muerto, sin nada cálido en su interior. Imagina algo horrible, monstruoso, decadente y aún así ni siquiera te acercarás a como ellos son.

—¿Por qué nos odian?

Los ojos del hombre la miraron fijamente y después de un breve silencio respondió:

—Esa es su naturaleza. Todo ser viviente es su alimento pues no creo que tengan la capacidad superior de creernos sus enemigos.

Le relató las leyendas antiguas del inicio de esta raza inmunda aunque nadie sabía con certeza lo que realmente había sucedido.

Desde las misteriosas tierras de Xibalbá una rebelión se formó en contra del dios que gobernaba ese lugar. Toda criatura que era dominada por la maldad se unió a los rebeldes y acabaron con aquellos que peleaban a favor de los dioses.

Una vez consumado el dominio sobre las tierras de los muertos el paso siguiente era esclavizar a todo ser vivo y atacaron el reino de los hombres. Gracias a los dioses los humanos prevalecieron. Enviaron a la diosa Maktly, la tortuga marina, para entregar las once gemas mágicas que otorgan poder y sabiduría a sus elegidos.

Derrotaron al ejército de la oscuridad y los pocos sobrevivientes aún mantienen el recuerdo fresco en su memoria de lo terrible de esa batalla. Pero esta derrota no significaba que esos terribles seres hayan regresado a su asqueroso agujero para no salir jamás. No, permanecían escondidos, esperando, aguardando el momento oportuno para cazar y matar, devorar y aplastar.

A través de los años se enteraban de las aldeas que sucumbían ante su paso. Jamás dejaban a un sobreviviente y no todos los cuerpos se recuperaban. Este temor la alentaba a aprender el manejo de las armas, a convertirse en la mejor con la lanza, el macahuitl y el escudo.

Y por vez primera era testigo de un ataque de los seres de la oscuridad. Ahora comprendía la injusta diferencia de las habilidades, tamaño y fuerza entre estas criaturas y ellos.

Sus pies tocaron la arena del fondo del mar. Cuando sus piernas se liberaron del abrazo de las aguas saladas se tendió sobre el suelo, estaba tan agotada que no podía levantarse. Las punzadas de las mordidas de esos peces en sus piernas ni siquiera le molestaban comparado con el cansancio de su cuerpo.

Después de un momento traspasó la selva hasta detenerse en su hogar, una humilde choza con hojas de palma por techo y juncos unidos que formaban sus paredes. Tomó una bolsa de cuero y la llenó de agua dulce. No podía perder el tiempo, si quería salvar a su padre debía rescatarlo lo más pronto posible.

Arrastró una pequeña y delgada canoa, pero con el espacio suficiente para transportar a dos personas. Antes de alcanzar la playa arrancó varias hierbas con las que formó una pasta para colocarla sobre sus heridas y con tiras de piel detuvo el sangrado en ambas piernas.

Sin temor a la oscuridad colocó la canoa sobre las inquietas aguas, encendió un par de antorchas colocándolas una en la proa y otra en la popa, y con soltura avanzó rápidamente.

—¡Padre! —gritó—. ¡Ceyaotl!

Lejos de la costa que aún alcanzaba a divisar gracias a la luz de la luna, escuchó el movimiento de un pez cerca de ella.

Se levantó cuidadosamente y observó a varios de esos extraños peces nadando a su alrededor. Una aleta cubierta de puntas agudas surgía sobre la superficie y al rozar la canoa ésta se movía peligrosamente de un lado a otro.

Poco a poco fue empujada hacia el oscuro horizonte, era como si esas bestias quisieran disfrutar de ese banquete sin la molestia de algún intruso.

Con más fuerza gritó buscando a su padre. Un lamento se escuchó a lo lejos. Tres o cuatro rocas brotaban del mar y en una de ellas su anciano padre agitaba torpemente sus brazos.

De inmediato Atototzin tomó su lanza y arponeó a los monstruos más cercanos, provocando que se apartaran de ella. Remó hacia la piedra pero antes de acercarse un pez trepó por una orilla sujetando con su garra el cuerpo débil de Ceyaotl.

—¡No me busques! —los gritos de Ceyaotl se ahogaban con el agua que resbalaba del enorme cuerpo de la criatura—. Regresa a tierra…

La joven notó una mueca en el horrible rostro del monstruo adivinando una macabra sonrisa. Las aletas comenzaron a golpear su delgada canoa y una criatura saltó del agua abriendo sus fauces para devorarla. Al mismo tiempo Atototzin giró velozmente y clavó la lanza sintiendo como la carne era atravesada de extremo a extremo. El cuerpo sin vida cayó salpicando a la joven y por poco cae por la borda.

El pez sujetó a Ceyaotl y brincó al agua. Desesperada intentó remar hacia el punto oscuro que se llevaba a su padre pero una mano que salió del mar, de dedos largos y negros, con apariencia de un cuerpo en putrefacción, sujetó un lado de la canoa.

No se ladeó debido al peso pero detuvo el avance por completo.

Otra mano salió y el resto del cuerpo subió, era una masa gelatinosa y negra, parecida a un molusco o una medusa de gran tamaño.

Se irguió y adquirió la forma de un hombre, con el rostro cubierto por delgados y finos tentáculos. Mostraba ojos rojos y profundos.

—Mujer —habló con una voz gutural—, peleas bien y tienes el espíritu de un gran guerrero en tu interior. Puedo entrenarte para que te conviertas en Hunhan y en poco tiempo en príncipe de la muerte.

—¿Qué eres? —a pesar del temor que paralizaba su cuerpo preguntó con arrojo—, ¿qué quieres de mi y de mi padre?

Eso, giró lo que aparentaba ser su cabeza y observó al pez que sujetaba a su padre. En ese momento la joven notó que ninguna criatura se atrevía a acercarse a atacarla debido a esa presencia.

—Tu padre es… una victima de las circunstancias, no puedo hacer nada por él —levantó su deforme brazo y la señaló—. Aunque si así lo deseas puedo salvarle su vida.

El pez nadó hacia ellos y se detuvo a una distancia prudente, empujó a su padre fuera del agua y lo colocó sobre su ancho cuerpo. Ceyaotl aún permanecía con vida, sus ojos la miraron con tristeza.

—Ellos son los Mukai —continuó la sombría voz y las criaturas marinas, cual llamado, levantaron sus cabezas y emitieron un grito gutural que la estremeció—, fieles sirvientes del Mictlán. Les gusta jugar con su alimento antes de devorarlo y procuran que les dure bastante tiempo. Su saliva detiene el sangrado de las heridas, disminuye el dolor aunque provocan en sus víctimas una lentitud extrema en sus movimientos.

—¡Padre! —gritó al ver el terrible destino que le esperaba.

—Puedo detener su tormento si decides seguirme. Reinos enteros te rendirán tributo y los más bravos guerreros se inclinaran ante ti.

Apenas perceptiblemente el anciano giró su cabeza mostrando su negativa ante la proposición de ese ser y Atototzin lo observó; su mirada se endureció y apretó con fuerza el macahuitl que su padre le había entregado.

—¡No! Jamás me uniré a ustedes ni seguiré a los príncipes oscuros del Mictlán. Ceyaotl me mostró el camino de los dioses, aquellos que nos guían y nos enseñan, los que nos protegen y nos alimentan. Si mi tonalli es morir luchando contra ustedes, que así sea.

La joven atacó con su arma y la silueta se deshizo cayendo sobre la madera; cientos, tal vez miles de pequeños crustáceos y medusas cubrieron el piso de la canoa. Una forma redonda que había sido la cabeza continuó moviendo sus tentáculos y una voz de ultratumba se escuchó:

—¡Te ofrecí la oportunidad de convertirte en una reina! Tu castigo servirá de ejemplo para aquellos que se rehúsen a seguir al Mictlán.

La mancha oscura sujetó sus piernas y tiraron con fuerza. La joven cayó al mar y se hundió como si una piedra la arrastrara hacia el fondo.

La voz se escuchó bajo el agua y la cabeza se acercó para mostrarle sus ojos rojos.

—Tu padre permanecerá con nosotros. Será llevado al Xibalbá para sufrir los peores tormentos pero te aseguro que no morirá.

La joven gritó y el agua entró en su garganta. Una mancha azulada cubrió la piel de sus pies subiéndole lentamente hasta el cuello. Un frió intenso taladró sus huesos y paralizada, sin poder mover ni un solo músculo, fue sepultada por el agua salada en plena oscuridad.

Notas del autor: A petición subí un capitulo más… gracias por leerlo, por comentarlo y lo más importante: recomendarlo.

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