La Leyenda del día de Muertos

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Alcanzó la cima de la montaña más alta de todas y después de sacudirse el resto de piedras, cuchillos y cenizas de su grisácea manta de algodón se sentó sobre la nieve hundiéndose como le gustaba hasta la cintura. Desde ahí podía ver gran parte de Izteecayan, con sus cadenas de montañas cubiertas de nieve, sus caminos estrechos y ocultos que solo él conocía, y en donde a la mayoría de los espíritus les tomaba cientos de años escapar de ahí.

Lugar en el que sopla el viento de navajas, así le llamaban los vivos a Izteecayan, recordó Acomliztli. Sí, el frío era tan intenso que si detenías tu andar percibías piquetes en el cuerpo como alfileres en un muñeco. Pero la nieve, el frío y los enormes pedazos de hielo que hacían muy difícil avanzar no era lo peor de esa tierra, era el viento, ese terrible viento que bajaba por las paredes de la montaña levantando restos de hielo y rocas convirtiéndolos en proyectiles que destrozaban todo a su paso. Parecía que ese viento tenía vida propia pues gruñía al pasar cerca de los espíritus que se escondían debajo de un glaciar o se resguardaban dentro de una grieta. Subía molesto hasta la punta de las montañas para recorrer cada centímetro de esa extraña tierra arrastrando a los más débiles, a aquellos que no lograban protegerse para extraviarlos nuevamente ocasionando que jamás salieran de Izteecayan.

Solo Acomliztli sabía que efectivamente ese viento tenía vida propia, y como no saberlo si ambos conversaban por largo rato cuando el dios escogía una montaña para descansar de sus labores. Al frente de él nubes oscuras sobre el manto gris se unían produciendo poderosos relámpagos que estallaban en sonidos ensordecedores.

-¿Algún esfuerzo inútil de vivos que quieren entrar en el mundo de los muertos señor? –preguntó una voz susurrante, era como escucharla en todos lados, como si la voz lo rodeara por completo.

-Mi querido Ehecahuacqui, no entiendo a los vivos, la mayoría de los que se encuentran aquí darían lo que fuera para estar con ellos, pero se obstinan a entrar al Mictlán.

-Si de obstinación me preguntas, yo mismo te puedo hablar de este vicio o virtud –el viento levantó la nieve hasta formar una silueta que imitó la posición de Acomliztli-. Mírame a mí, que mi labor es hacerlos desistir. Todo aquel espíritu que llegue a mi tierra debo hacerlo perderse, estremecerse con mi temperatura, obligarlo a tirarse en la nieve, forzarlo a esconderse. Su piel y su carne son desgarradas por mi fuerza y ¿crees que se dan por vencidos? No. Sin importar cuantas veces los pierda, cuanto sufrimiento llevan por las fisuras de su piel, sin importar el cansancio, el hambre, el sueño, lo intentan una vez más –una carcajada ahogada brotó de la silueta­-. Eso lo hace más entretenido.

-Yo mismo lo he visto amigo. En las tierras de Paniecatacoyan, más adelante de aquí, donde las montañas no son y un desierto estéril y frío se abre hasta el horizonte –Acomliztli señaló a dos espíritus con el mismo aspecto que tenían en vida, con ropas sobre sus cuerpos y cubriéndose sus caras con trapos sucios y viejos, huían alejándose de ellos-, logran salir de ahí para continuar con su camino, el cual es escabroso pues cuatro tierras más, igual de peligrosas los esperan más adelante.

-Así es señor y dime ¿Cuántos de estos espíritus se han quedado en nuestras tierras? Una vez, no hace mucho, un jovencillo que había servido de Tameme en una guerra florida fue decapitado por no obedecer las órdenes de un general, y vaya que si el muchacho era distraído, se quedo en mi tierra logrando los quinientos años. Nadie había permanecido a mi lado por tanto tiempo, y cuando empecé a apreciarlo escapó de aquí.

-Simplemente les mostramos que es difícil llegar a Chicunamictlan, la tierra del descanso eterno, donde su tetonalli o alma es liberada para descansar a lado de los dioses y de sus seres queridos. Para llegar hasta ahí se necesita desearlo con todo lo que tienes en tu interior y para demostrarlo solo basta con probarlo en cada una de las nueve tierras del Mictlán. Pero aún así estamos hablando de los muertos, no de los vivos, quienes todavía tienen mucho qué hacer en su tierra ¿por qué quieren entrar aquí?

-No lo sé mi señor pero creo que alguien sí lo sabe. El cuidador de la tierra de Teocoyocualloa, lugar donde las fieras salvajes devoran los corazones, él podrá contestarte tu pregunta.

-Gracias amigo –el hombre se levantó y la silueta se convirtió en un torbellino que estalló arrojando aire en todas direcciones-, iré hacia allá solo para calmar esta inquietud acerca de los vivos.

-En tu regreso podrás explicármelo pues has generado curiosidad en mi –el viento bajó por la pared de la montaña arrastrando y desgarrando todo a su paso-, pero tengo que trabajar ya que diez o más han logrado escapar de mi tierra.

Así Acomliztli atravesó Paniecatacoyan, la quinta tierra de las nueve que comprendían el reino del inframundo o el Mictlán, formada por un gran desierto tan frío que congelaba a los cuerpos en poco tiempo obligando a los espíritus a mantenerse en movimiento. Este desierto a su vez estaba dividido por ocho páramos, de paisaje rocoso y poca vegetación. En el primer páramo miles de millones de hormigas cazaban y perseguían implacablemente a aquellos que lograban alcanzar esta tierra. En el segundo, abejas y avispas de largo y venenoso aguijón volaban en busca de los que superaron a las hormigas. En el tercero, pequeñas y negras arañas de vientre abultado pero de patas delgadas devoraban hasta dejar en los huesos a aquellos desgraciados que eran alcanzados y en el cuarto páramo eran recibidos por tarántulas de grandes colmillos que eran muy difíciles de vencer. En el quinto parecía que el suelo se movía por sí mismo pero lo que provocaba ese efecto era el movimiento de miles de serpientes que tapizaban por completo todo ese páramo. El cielo del sexto era cubierto por la negrura de las plumas de miles de cuervos que volaban picoteando y arrancando la carne de los valientes, y en el séptimo bestias peludas de filosas garras y colmillos perseguían desalmadamente sin dejar salir a nadie de su páramo. El octavo era el más terrible pues al entrar en ese páramo pequeñas chozas que bañaban con olores exquisitos el aire fresco recibían a aquellos refugiados, que al sentirse a salvo bajaban la guardia y eran recibidos por hombres y mujeres que se alimentaban de su carne persiguiéndolos sin clemencia hasta convertirlos en deliciosos platillos de comida.

Caminó por el estrecho sendero de Timiminaloayan, la sexta tierra donde saetas y flechas volaban de todos lados clavándose en la carne de los espíritus que transitaban en su camino. Y cada vez que avanzaba a través de esas tierras conocidas para él, le era todavía más inquietante el ser testigo de esa poderosa obstinación que le daba fuerza y energía a esos espíritus para continuar avanzando sin importar los peligros ni la distancia hasta alcanzar su meta.

Por fin llegó a la tierra de Teocoyocualloa, lugar donde la vegetación era abundante como la selva. Los árboles crecían alto, tan frondosos que ocultaban la luz del sol y de ellos colgaban enormes frutas que invitaban a ser comidas. Riachuelos de agua clara surcaban el suelo entre la alfombra verde de la hierba con algunos manchones de flores blancas, rojas y azules.

Acomliztli observó a dos espíritus que alcanzaron esa tierra. Uno de ellos era por su aspecto un joven guerrero noble que seguramente avanzó a la cabeza de su ejército siendo el primero en caer. El otro era un hombre avanzado en años y curtido por el sol, tal vez cantero o albañil. El más joven sonrió al ver las frutas y los altos árboles se inclinó sobre un riachuelo y bebió hasta hartarse. Después tomó dos frutas y se recostó sobre el suave follaje. Sin embargo el otro hombre parecía nervioso, miraba intranquilo entre la frondosa vegetación y animaba a su compañero a que continuaran caminando, pero el más joven se negó a levantarse. Aquel no esperó por más tiempo y continuó su camino perdiéndose entre los gruesos troncos.

De unos arbustos, un animal parecido a un puma con cuerpo de oso saltó con increíble agilidad cayendo sobre el joven. De un zarpazo arrancó su corazón aún latiente y la fiera corrió entre los árboles. El joven asustado de verse el gran agujero en su pecho y habiendo perdido su corazón corrió detrás del animal quien de otro salto pasó por encima de un gran río y luego subió una pendiente que terminaba en una pirámide roja. El joven guerrero intentó cruzar el río pero le fue imposible, caimanes y cocodrilos nadaban en él arrancando con sus enormes fauces pedazos de carne y hueso.

Acomliztli entró en la pirámide roja, teñida por ese color gracias a los corazones que eran depositados en la punta de la misma por esas bestias. La sangre escurría bañando las paredes y esos corazones latían nerviosamente hasta que sus dueños los alcanzaran nuevamente. Ahí estaba Aztlancui, el cuidador de la tierra de Teocoyocualloa. Su piel de oso cubría su cuerpo huesudo y su cara felina sonrió al ver su visita.

-Mi señor, es muy extraño verlo en la pirámide de los corazones –se inclinó ante él-. Me dicen que siente cierta curiosidad por los vivos.

-Bien enterado estás Aztlancui ¿sabes por qué quieren los vivos entrar al mundo de los muertos?

-Creo que ya sabes la respuesta Acomliztli pues eres testigo de esa obstinación. Los vivos quieren entrar por el amor y cariño que sienten hacia sus seres queridos que fallecieron bajo cualquier circunstancia. Es ese apego emocional y espiritual lo que los empuja a atravesar esa puerta que tú y yo conocemos. Ocurre lo mismo con los espíritus, es tanto su afán por conseguir la gloria de los dioses, de los valientes, que luchan sin tener en cuenta los peligros y las pruebas que hemos creado para ellos.

-Gracias por tu sabiduría Aztlancui, tengo algo en mente. – El dios se elevó por los aires mientras observaba al joven con el agujero en su pecho que brincaba al agua para ser mordido por los grandes lagartos.

En menos de un segundo posó sus pies cerca de un ancho río de aguas rojas, como sangre, era la tierra de Itzcuitlan. Un perro enorme nadaba sobre sus aguas trayendo en su lomo a varios espíritus. Al verlo se dirigió hacia él y en cuanto llegó a la orilla se sacudió quitándose el agua y su carga.

-Un honor tenerte aquí Acomliztli. –mencionó el perro sentándose sobre la arena rojiza.

-El honor es mío Xolotl. ¿Alguna vez un espíritu ha escapado del reino del Mictlán para regresar al reino de los vivos?

-Nunca. Tres espíritus, al darse cuenta que se encontraban aquí y poco después de dejarlos en esta orilla intentaron sin descanso nadar de regreso –el perro olfateó el agua y al instante brotaron brazos descarnados y putrefactos de su interior-, pero ellos los arrastraban al fondo, así que regresaban a la orilla, descansaban y lo intentaron vez tras vez. Hasta que al final, desdichados de no regresar jamás, se quedaron mirando el otro lado de la orilla por tanto tiempo que adoptaron esa forma.

Tres troncos secos y negros, con ramas delgadas que apuntaban hacia la orilla permanecían inertes, sin vida.

-Está casi iniciando un nuevo día –el dios miró el cielo gris que comenzaba a mostrar tonalidades naranjas-. He visto la fuerza de los vivos y de los muertos producida por su pasión, por su amor. El día que comenzara en un momento será llamado el día de los Muertos, el día en que los espíritus serán libres para regresar a la tierra de los vivos, no para quedarse, llamémosle, una visita de saludo y despedida de sus seres queridos. Tal vez para recordar lo que alguna vez fueron, lo que les gustaba, lo que amaban, lo que odiaban.

-Señor, tengo una idea –el perro arrancó con sus fauces rojas amarillas y redondas, se acercó al dios y las arrojó a sus pies-. Esta flor es como un fuego en la oscuridad, es la señal que les permite a los espíritus saber el camino. Si les indicamos a los vivos que coloquen esas flores en su casa o en las tumbas de sus amados, mostrarán el camino a nuestros muertos evitando que se pierdan en esa tierra ahora extraña para ellos.

-Bien pensado Xolotl. Tengo algunos mensajeros que pueden mostrarles a los vivos cómo llamar a sus muertos.

-Gracias Acomliztli, ese día será nuestro día de descanso para todos los que mantenemos estas tierras.

El dios sonrió ante la brillante idea y partió de inmediato comunicándole al resto de los habitantes su decisión. Desde entonces, cada día de muertos los espíritus escapan del Mictlán para visitar a sus seres queridos llenándose de energía para vencer las terribles tierras del inframundo.

Cuento escrito por: Tlaco, Tlaco, Tlacotzontli o sea yo.

Salud para todos.

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